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Cuando empezamos a practicar la meditación, normalmente estamos identificados con nuestros contenidos mentales, con nuestro yo mental o psicológico. No somos conscientes de hasta qué punto nuestro diálogo mental es continuo; nuestra mente encadena continuamente pensamientos en una divagación continua que suele enfocarse hacia el pasado o hacia el futuro. Somos incapaces de vivir plenamente el presente, de observar nuestra mente y no hay huecos en nuestra actividad mental, es continua.
Una de las primeras cosas que ocurren con la meditación es la toma de conciencia de tal estado de cosas: del parloteo continuo de nuestra mente que nos impide vivir con plenitud el presente y nos lleva hacia el pasado o hacia el futuro, de lo muy identificados que estamos con ella, afectándonos mucho los pensamientos que tengamos. Ser conscientes de todo ello significa que comenzamos a ser capaces de observar la mente desde más allá de ella misma, desde más allá del pensamiento. Con el entrenamiento meditativo, nos volvemos cada vez más capaces de adoptar la postura del observador, atestiguando nuestro contenido mental.
Cuanto más capaces somos de observar nuestra mente, más nos vamos centrando en el presente, pues nos vamos dando cuenta de que incluso los pensamientos sobre el pasado o sobre el futuro surgen en el presente. En realidad, vamos reconociendo que no hay nada que experimentemos que no surja en el presente. No se trata de que tengamos que esforzarnos por enfocarnos en el presente pasajero, aunque esto puede ser una práctica necesaria sobre todo al principio, sino que podemos relajarnos en la consciencia de que todo lo que ocurre ya está en el presente.
Al situarnos en esa conciencia testigo, nuestra mente puede irse relajando y pueden empezar a aparecer huecos sin actividad mental. Esos huecos pueden irse agrandando según vamos profundizando en nuestra práctica meditativa y nos permiten disfrutar plenamente de esa conciencia testigo, de ese observador.
A medida que se va estabilizando, con la práctica, nuestra atención, podremos disfrutar cada vez más de nuestra conciencia observadora. Que esa conciencia permanezca igual cuando no hay actividad mental y que cuando la hay pueda observarla sin verse afectada por ésta, nos permite desidentificarnos gradualmente de nuestra mente, de nuestro yo psicológico o personal, que surge cuando la conciencia se identifica con nuestra mente y su contenido. Nos diferenciamos de nuestra mente y nos reconocemos como esa conciencia capaz de observarla.
La estabilidad que nos va dando la meditación en esa conciencia testigo nos permite reconocer que no tenemos límites. Puedes hacer el experimento de descansar ahora mismo en tu conciencia, y desde ahí busca en todas direcciones a ver si encuentras algún límite. Si crees ser consciente de alguno, date cuenta de esa conciencia consciente de él y repite la indagación con ella.
A medida que vamos descubriéndonos como conciencia ilimitada y vamos ganando estabilidad en ese reconocimiento, gracias a la práctica meditativa, iremos accediendo a una paz, un bienestar y una plenitud que desde nuestro disperso yo psicológico ni siquiera podemos sospechar que existen. Tal es la satisfacción plena a la que vamos accediendo cuando, gracias al adiestramiento meditativo, nos adentramos en los dominios de la conciencia, más allá del pensamiento.